Había una vez, en México, un joven soñador que ansiaba recorrer todo el mundo. Harto de vivir en este país y enamorado de las culturas de otros países, intentó cambiar las costumbres y hábitos de los mexicanos para así convertir a México en un país primermundista.
Cuando tuvo la edad para viajar, conoció diversos países del mundo. Aprendió lo mejor de las ciudades más maravillosas y las mejores costumbres de su gente.
Decidido a cambiar al país, comenzó su labor. Pronto se dio cuenta que parecía imposible lograr su objetivo. Se conformó con cambiar a su entidad. Sin obtener éxito, buscó cambiar su comunidad, y tiempo después, se limitó a intentar cambiar a su familia. Después de presenciar tantos eventos desoladores y un sinfín de fracasos, se dio por vencido.
En su lecho de muerte, se dio cuenta que el cambio comenzaba de adentro hacia fuera. Si hubiera empezado el cambio por él mismo, revolucionando sus modales y aceptando la convivencia con su gente de una manera paciente y respetuosa, habría cambiado a su familia, a su comunidad, a su provincia, tal vez a su país y quizás al mundo también.